domingo, 21 de julio de 2013

Si yo fuera rica (Parte I)

La primera vez que me subí a un avión tendría unos 10 u 11 años. No lo recuerdo bien, pero sí me acuerdo perfectamente de ese viaje familiar a Palma de Mallorca. Mis padres habían hecho un gran esfuerzo económico para que los cuatro pudiéramos salir de la península, y la verdad es que mereció la pena. Yo era pequeña, sí, pero aún me estoy viendo toda emocionada en el avión. Y eso que el vuelo era tan corto que para cuando te quitabas el cinturón de seguridad tras el despegue ya te lo tenías que volver a poner para aterrizar. La estancia en la isla también fue muy agradable, y conservo grandes recuerdos de las perlas de Manacor, de la carretera serpenteante de la Calobra, de las Cuevas del Drach, la Catedral de Palma... y del resto de imprescindibles de Mallorca.

Recuerdo ese viaje con especial cariño, por lo bien que lo pasamos, y porque tuvieron que transcurrir unos cuantos años hasta que volviera a subirme a un avión. Fue a Praga y Budapest, como broche de oro a mi paso por la universidad. Yo creo que ahí ya me picó el gusanillo de los viajes, descubrí lo enriquecedor que es conocer otros países, otras ciudades, otras culturas, otras formas de vida. 
Creo que no fui la única. Con el tiempo, dos amigas de clase me plantearon la posibilidad de planear unas vacaciones juntas, y no me lo pensé. Nuestro primer destino, Portugal. Nos movimos por Lisboa y el Algarve como pez en el agua, aun cuando a punto estuvimos de quedarnos en tierra porque, por una confusión de inexpertas, cogimos mal los billetes de tren. Por suerte el revisor se apiadó de nosotras y el resto de la aventura transcurrió sin mayores sobresaltos.

Tan bien lo pasamos que al año siguiente decidimos repetir, y nos decantamos por los países nórdicos. Fue un viaje maravilloso en todos los sentidos y la confirmación de que hacíamos un buen equipo, con nuestras pateadas sin fin, nuestros madrugones para no perder detalle, y nuestros bocadillos de chorizo para saciar el hambre. Desde entonces, el momento de elegir destino y planear las vacaciones se convirtió en uno de los mejores del año. Lo hacíamos siempre con mucha antelación, buscando chollos en los vuelos y reservando camas en albergues cuanto más baratos, mejor. Daba igual que estuviéramos 4 o 14 en la habitación. Eso era lo de menos. 

Por circunstancias de la vida, esos viajes terminaron y dieron paso a otros. Nos quedaron mil y un destinos pendientes, pero también la sensación de que el mundo se había hecho un poco más pequeño. Y de que viajar era tan necesario para nosotras como respirar.



Llegaron los pisos, la hipotecas, los problemas laborales, y hubo que contener el gasto. Y en esas estamos. Conteniendo el gasto. Pero este año tenía muy claro que, aunque me tuviera que quitar de otras cosas, mi cabeza y mi cuerpo me pedían un respiro. Y respirar para mí es salir de aquí y conocer otros sitios, otros rincones. Casi todo improvisado. Carretera y manta, y unas reservas de habitación low cost que veremos qué nos deparan. 

No echo de menos comprar ropa, ni salir a cenar más a menudo, ni hacer más planes, ni grandes lujos. Si tuviera dinero (y ni os cuento si fuera rica), mi mayor lujo sería viajar siempre que pudiera. Ni en primera clase ni a hoteles de cinco estrellas, sólo viajar por el placer de seguir pateando países y ciudades.

Creo de verdad que es una experiencia necesaria, que te abre la mente, te enseña, te desconecta de tu mundo y de tus problemas por unos días o unas horas, te reconcilia con tu entorno, y te permite ir llenando tu mochila de vivencias únicas.

Este año toca llevar el low cost a su máxima expresión. A la vuelta os cuento cómo ha ido la cosa.

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