martes, 13 de mayo de 2014

Cuando la realidad supera la ficción

Aunque son sólo ocho episodios, Broadchuch es una serie que engancha y conmueve de principio a fin. Un retrato preciso y sustancial de lo que supone en un pequeño pueblo inglés el asesinato de un niño de once años. Os podéis imaginar el drama, la indignación, el miedo, la ira. Sentimientos que se desatan, secretos que salen a la luz y que golpean a sus habitantes mientras la policía trata de hacer su trabajo y la familia busca -sin demasiado éxito, como es lógico- la forma de recomponerse. El argumento de partida recuerda a las primeras temporadas de The Killing. Sólo he visto la versión americana, pero, con ese Seattle gris y lluvioso como telón de fondo, todo lo que rodea a la trágica muerte de Rosie Larsen se vuelve oscuro, y triste, y tenebroso.

Os cuento esto porque son series notables, sí, porque os las recomiendo vívamente si os gustan la intriga y el misterio, de esos que os impulsan a ver un capítulo más, y otro, y otro. Y porque, además, tienen el valor añadido de ir un poco más allá y adentrarse en las emociones de esas familias que han perdido a un hijo, a un hermano, a un sobrino, a un nieto. Familias que reclaman justicia para poder iniciar el proceso del duelo.


No quiero ponerme dramática. O, al menos, no es mi intención. Pero no está de más, de vez en cuando -y más en tiempos convulsos como los que vivimos-, hacer esa reflexión: cómo es posible -si lo es- afrontar la pérdida inesperada, la vida robada, el drama sobrevenido. Drama que, por desgracia, puede llegar de muchas formas, violentas, como en las series de las que hablaba al principio, o naturales, o como consecuencia de accidentes o vete tú a saber.

En fin, que la vida, a veces, es un estar preparado para lo que pueda venir, un "disfruta hoy por lo que pueda pasar mañana". 

Pero cierto es que hay situaciones especialmente dolorosas, como la pérdida de un hijo, que tan bien retratada aparece tanto en Broadchuch como en The Killing. Ningún padre, dicen, debería enterrar a un hijo, eso es algo antinatural. La prueba está en cuántas parejas se han roto por no poder superar esa pérdida, porque se culpan el uno al otro, porque no son capaces de pasar página, de enterrar el dolor y seguir hacia delante. 


"Dios nos libre de vivir algo así", como diría mi madre. Pero la realidad, tan dura ella, nos enfrenta a veces a situaciones de este tipo. No hace falta irse muy lejos, no es necesario buscar testimonio en las noticias o en las series de televisión. Quién no conoce a alguien que haya pasado por ese trance. Yo sí. Y sólo puedo pensar que la realidad supera, como casi siempre, la más cruda de las ficciones.

martes, 18 de marzo de 2014

Ya va siendo hora...

Que en pleno siglo XXI y en un país (presuntamente) moderno y civilizado como el nuestro se siga escuchando de vez en cuando que la homosexualidad es una enfermedad a mí me deja sin palabras. Vamos, que no lo puedo entender. De hecho, tener que defender a estas alturas de la vida el derecho de las personas a ser lo que son o lo que quieran ser me parece anacrónico. Igual que me resulta incomprensible que haya gente que siga pensando esas cosas y diciéndolas con plena convicción y con la conciencia tan tranquila.

Digo esto porque hace unos días vi "La vida de Adele", una película sobre el despertar sexual de una joven y su relación con otra mujer. Me preguntaba entonces si había dado tanto que hablar precisamente por su retrato de la homosexualidad y por lo explícito de las escenas de sexo entre las dos mujeres. Pero lo cierto es que, más allá de la anécdota, es una gran historia de Amor, así con mayúsculas, narrada con sensibilidad y realismo.


El Amor (en mayúsculas) casi siempre duele, y a la protagonista le duele especialmente porque se ve y se siente diferente. Porque no le gustan los chicos. Porque le gusta esa extraña de pelo azul con la que se cruza en un paso de peatones mientras camina al lado de su novio. Porque, cuando por fin se entrega a ese amor prohibido, prefiere ocultárselo a sus padres y a sus amigos y a sus compañeros de trabajo. Y así va pasando el tiempo, entre Amor con mayúsculas y mentiras, y celos.

Lo triste de la historia (entre otras cosas) es que es real como la vida misma. Es que aún hoy hay prejuicios, y miedos, y mentiras, porque hay quienes no se atreven (o no pueden, o no saben) a vivir con libertad sus sentimientos. 

Muchos de los tabúes en torno la homosexualidad han venido marcados por la religión. Porque en el seno de la Iglesia ha habido, y sigue habiendo, mucha intolerancia hacia los que ellos consideran diferentes, o raros, o enfermos. Por suerte (y esperemos que no sea  mero "postureo"), el nuevo Papa ha traído nuevos aires y, al menos, palabras de respeto y el compromiso de no juzgar a las personas homosexuales. Que, ojo, son personas, y su dignidad y sus derechos deberían estar por encima de creencias y de ideologías.

Pero, como decía antes, y por desgracia, sigue habiendo prejuicios y censura. No hay que irse muy lejos. Seguro que todos conocéis algún caso.

Pero es que, si además miramos más allá, la realidad de otros países y de otras culturas asusta. Porque si a veces es difícil ser gay en Navarra o en Londres o en París, ni os cuento en Afganistán, o en Irán o en Sudán. Ojo a este articulo que hace unos días podíamos leer en un blog de El País y que habla de la homosexualidad en África. Pone los pelos de punta.Y hace que la historia entre las protagonistas de "La vida de Adele" sea algo así como un cuento de hadas.


En fin, que ya va siendo hora de dejar de convertir en noticia lo que debería ser algo normalizado. Que la gente tiene derecho a ser feliz con la persona que elija, a amar, a ser amado. Y a no condenarse a la infelicidad y a no encerrarse en el armario de por vida sólo porque haya demasiado intolerante suelto. Vamos hombre, ya va siendo hora.

martes, 4 de marzo de 2014

¿El triunfo de las (buenas) historias?

Con eso de que el domingo se entregaron los Oscar tengo la excusa perfecta para hablar de cine. Me viene bien porque ya sabéis que en estas cosas siempre hay grandes triunfadores y grandes derrotados. Y yo hoy he decidido quedarme con los segundos. Con uno en concreto.

Reconozco que soy muy de leer críticas y de dejarme llevar por ellas cuando voy al cine. Aunque -por suerte- cada vez hay más ofertas, comprar una entrada sigue siendo un artículo de lujo que merece más o menos la pena en función de la calidad de lo que vayamos a ver. Por eso, cuando vi los halagos que recibía "El lobo de Wall Street", todo apuntaba a que sería uno de los peliculones del año. No digo que no lo sea, sólo que a mí de dejó bastante fría.

Como muchos ya sabréis, es una película inspirada en la historia real del corredor de bolsa neoyorquino Jordan Belfort, personaje que interpreta (con enorme acierto, eso sí) Leonardo DiCaprio. Si le llegaron a apodar "El lobo de Wall Setreet" os podéis imaginar que no fue precisamente por su generosidad y su altruismo. Construyó su fortuna a base de colocar a la gente bonos basura sin ningún tipo de escrúpulo, un estafador en toda regla. Por no hablar de sus aficiones a la droga, las orgías y los excesos varios.


No me malinterpretéis. Alabo el trabajo de Scorsese en la realización de la película, rodada con maestría, con imaginación y con agilidad, a pesar de las tres horazas que te mantiene sentado en la butaca. Alabo el trabajo de sus intérpretes. Pero cuestiono que la historia sea digna de las grandes críticas que ha recibido. En fin, que me plantea la misma duda de siempre: ¿qué es más importante, la historia o la parte técnica/intepretativa de la película?

Digo esto porque sí, no cuestiono la habilidad del director, pero el trasfondo me parece vacuo, frívolo y bastante insustancial. Como anécdota, vale, la historia de una hombre que se hace rico de la nada con malas artes y sangre fría a raduales. Pero de ahí a elevarla a la categoría de "historia que merece ser contada", pues vaya, no sé... más me parece una apología del sexo, las drogas, y la moralidad dudosa que algo que resulte mínimamente ejemplarizante, o que te conmueva, o que por lo menos te despierte una mínima empatía.

Hace poco leí en prensa que uno de los personajes reales en los que está basada la película había pedido que la retiraran de las salas porque, tal y como aparecían retratados, le estaba costando mucho encontrar un trabajo. Hombre. Normal. Que lo hubiera pensado antes.

Frente a esa historia de ambiciones desatadas, la elegida como mejor película fue, como a estas alturas ya sabréis, "12 años de esclavitud". No la he visto. Pero las críticas coinciden a partes iguales en su dureza (está basada en hechos reales) y en la justicia que un Oscar que, por primera vez, mira de frente a una de las etapas más oscuras y sinestras de la historia de los Estados Unidos. Supongo que será de dolorosa de ver, pero también necesaria.

En fin, que son sólo dos películas. Dos historias basadas en hechos reales pero con un trasfondo totalmente diferente. En manos de cada uno queda la elección de qué es mejor, o de qué ver, o de con qué quedarse. Yo voto por las historias. Por las buenas historias. Siempre.

Tengo otra en el tintero. Pero la dejo para mejor ocasión.

martes, 18 de febrero de 2014

Y, de repente, notas que te haces mayor

Notas que te haces mayor cuando sales de marcha y, sin pisar un bar, ya estás pensando en la resaca del día siguiente. Y cuando miras al reloj para que no se te pase la última villavesa. Porque lo de ir a una discoteca -buf qué pereza- está directamente descartado.

Notas que te haces mayor cuando a tu alrededor ya no se habla de ligues ni de chicos guapos sino de pañales y extraescolares.

Notas que te haces mayor cuando te da pereza salir de casa sólo porque llueve y hace frío, mucho frío. Cuando no cambiarías el sofá y la manta por nada del mundo.

Notas que te haces mayor cuando vas a comprar una crema hidratante para la cara y te recomiendan que, ya de paso, sea anti-arrugas. Y cuando las mechas ya no son una opción sino una obligación.

Notas que te haces mayor cuando entras a Bershka y sales a los 30 segundos horrorizada por la ropa y por el volumen de la música.

Notas que te haces mayor cuando ya no tienes la genética de los 20 y no es tan fácil meterse en una talla 38 ni lucir biquini sin demasiado esfuerzo. Ahora te lo tienes que currar un poco (o bastante, yo diría).

Notas que te haces mayor cuando un niño te llama "señora" (y te dan ganas de matarlo, claro).

Pero, sobre todo, notas que te haces mayor cuando las cosas ya no son tan fáciles, cuando tienes más preocupaciones, problemas que te quitan el sueño, dudas existenciales; cuando te toca tomar decisiones importantes que, además, sólo dependen de ti.

Creo que lo estoy notando. Vamos, que me he dado cuenta de que en unos pocos meses me caerán los 34 y yo con estos pelos, casi sin enterarme.

Y, aún así, aunque nos hacemos mayores, aunque ya no somos los veinteañeros despreocupados y "japis" de la vida, daremos las gracias por estar aquí, a ratos mejor y a ratos peor, bien rodeados de gente que nos quiere, con ganas, con ilusiones, con sueños que, a pesar de los años, siguen intactos (ese viaje pendiente, ese proyecto de vida, ese trabajo por el que merece la pena luchar, ese capricho que algún día te darás -o no-).

Nos hemos llevado decepciones, nos hemos pegado "leches" importantes, y hemos intentando aprender de los fracasos y de los errores.

Y, de repente, cuando estábamos en edad de empezar a ordenar nuestras vidas, esta crisis salvaje nos la ha puesto patas arriba. Adiós trabajo de toda la vida, adiós seguridad, hola incertidumbre. 



Y en esas estamos. Dándonos cuenta de que, inevitablemente (y aunque yo soy y seré siempre "la Anica", la pequeña de la casa), nos hacemos mayores. Aprendiendo a lidiar con los nuevos problemas; conviviendo con los antiguos; y, aún así, dando gracias porque, visto lo visto, todo podría ser bastante peor.

lunes, 3 de febrero de 2014

De conflictos olvidados, o silenciados, o, simplemente, ignorados

Hace unos cuantos días leí este reportaje en El País Semanal, y ya entonces me quedé con ganas de comentarlo. No entiendo de política internacional, así que no voy a entrar a valorar cuestiones de las que no sé. Sólo voy a opinar, como humilde lectora y observadora, como oyente y espectadora.

El artículo en cuestión habla de la nueva vida que miles de refugiados sirios han comenzado en Suecia, el único país europeo que les recibe con los brazos abiertos y un generoso programa de acogida que incluye un sueldo mensual, clases de sueco, búsqueda de un apartamento y, más tarde, de un puesto de trabajo. Incluso tendrán derecho a llevar a sus familias a través de los consulados, y por la vía legal. Un auténtico lujo que, sin embargo, no está al alcance de todos. Porque salir de Siria supone mucho dinero, ponerse en manos de sabe Dios quién (mafias, en muchos casos), y cruzar toda Europa hasta llegar a un país extraño que les recibe con mucho frío, nieve, y unas pocas horas de sol. Pero también con la oportunidad de comenzar una nueva vida lejos de las bombas y la destrucción. 


Decía antes que no entiendo de política internacional, así que no voy a entrar en los motivos que puede tener Suecia para ser tan generoso. Porque cuesta pensar que semejante alarde de solidaridad y altruismo no tenga alguna contraprestación, la que sea, en forma de mano de obra, o de más población. No lo sé.

Lo que está claro es que el caso sueco es un ejemplo atípico en los tiempos que corren, tan poco propicios para la solidaridad. Es cierto que Suecia es un país rico, que no se está viendo tan golpeado por la crisis como otros estados europeos, pero no es menos cierto que su gobierno está mostrando una sensibilidad y una responsabilidad que, por desgracia, no abundan.

Porque a veces hablamos de conflictos olvidados, de guerras de las que apenas sabemos nada, de hambrunas, de tragedias que pasan más o menos desapercibidas en los medios de comunicación. Y, si no salen, es como si no existieran. No sabemos nada. No hay imágenes, ni testimonios, ni información.

Pero resulta que Siria está prácticamente a diario en periódicos, televisiones o radios. Sobrecogen las imágenes que nos golpean a menudo con personas muertas, barrios destruidos, y un país a la deriva, sin que nadie haga nada. Se iniciaron hace ya unos cuantos días las conversaciones de paz entre la oposición y el régimen sirio a miles de kilómetros de allí, en Ginebra, bajo la mediación de la comunidad internacional. Pero no hay grandes avances, y no se vislumbra ni de lejos el final del conflicto.

Una guerra que se ha cobrado decenas de miles de vidas y que ha dejado otros tantos miles de refugiados que llaman a las puertas de otros países buscando una mano tendida y la promesa de una vida mejor. Por desgracia, muchas de esas puertas están cerradas. 


No sé qué hay detrás de esa guerra fratricida, no sé qué papel puede jugar la comunidad internacional. No lo sé. Pero no es normal que nadie haga nada mientras la gente sigue muriendo, mientras se mata, se tortura, se destruye. Mientras los refugiados vagan buscando un nuevo destino en el que empezar a vivir de nuevo. Lo siento, pero no lo entiendo.