miércoles, 31 de julio de 2013

Si yo fuera rica (Parte II)

9 días y casi 3.000 kilómetros después volvemos a pisar suelo navarro y lo hacemos con el coche lleno a rebosar. Y no precisamente de regalos ni de compras. Las maletas y la mochila ocupan el maletero. Y en los asientos traseros se mezclan el bolso de la playa con los chubasqueros, el balón de fútbol americano con la caja del GPS, las bolsas del Carrefour con las del E.Leclerc. En ellas, los restos culinarios del viaje. Poca cosa: pan de molde, unos zumos, unos batidos y, por supuesto, botellines de agua. A algunos les hemos perdido la pista. Estoy segura de que, con el paso de los días, seguirán apareciendo entre los recovecos de los asientos.

Pero, ante todo, el coche ha vuelto cargado de experiencias, las que hemos ido compartiendo Mikel y yo a lo largo de la ruta. Nuestro ranking de "pueblos con encanto", las aventuras al volante por las carreteras/caminos/rotondas de Francia, las reflexiones sobre la Segunda Guerra Mundial entre las playas del desembarco, el cementerio americano y el Memorial de Caen, o nuestros temores ante cada nuevo alojamiento low cost al que llegábamos (temores infundados, que conste, que todos ellos nos han sorprendido para bien). Vuelvo con la misma convicción de siempre: los euros invertidos (que no gastados) en viajar son euros invertidos en salud mental -por supuesto- y, además, en cultura, en aprendizaje, en apertura de miras, en enriquecimiento personal. Cada nueva ventana que abrimos al mundo nos ofrece algo diferente, único, especial.


Os comentaba en el post anterior que éstas iban a ser unas vacaciones baratas hasta el extremo. Ni los tiempos ni mi economía están para dispendios, pero os aseguro que es posible planificar un buen viaje a precio de ganga. No hemos pisado grandes hoteles, claro. Hemos elegido "hotelillos" en plan choni, osea, poligoneros, pero muy dignos. Como dice siempre mi madre, lo importante es que estén limpios. Y han cumplido las expectativas con creces.

Tampoco hemos ido a restaurantes. ¿Para qué? Los supermercados ofrecen una amplia gama de productos con los que apañar bocadillos, sándwiches y ensaladas varias. Que sí, que uno puede acabar un poco cansado de repetir menú, pero merece la pena esfuerzo… ya tenemos el resto del año para llevar una dieta sana y equilibrada, y para quemar las calorías de los bocatas de chorizo.

Os lo decía en el post anterior. Personalmente, no soy más feliz por acumular más estrellas en los hoteles ni en los restaurantes. Soy feliz en esos pequeños momentos en los que, en buena compañía, descubres los rincones de un pueblo perdido, o los monumentos de una gran ciudad, o simplemente te sientas a observar a otras personas, otras culturas, otros idiomas.

Y esos momentos, como dice el anuncio, no tienen precio.


Por eso, si yo fuera rica (cosa que ahora mismo veo poco probable) viajaría más. Sin grandes lujos, sin excesos ni ostentaciones. Viajar por el placer de viajar. De descubrir, de conocer, de sentir curiosidad por las cosas, de aprender, de crecer. Y de soñar. Eso, siempre.

domingo, 21 de julio de 2013

Si yo fuera rica (Parte I)

La primera vez que me subí a un avión tendría unos 10 u 11 años. No lo recuerdo bien, pero sí me acuerdo perfectamente de ese viaje familiar a Palma de Mallorca. Mis padres habían hecho un gran esfuerzo económico para que los cuatro pudiéramos salir de la península, y la verdad es que mereció la pena. Yo era pequeña, sí, pero aún me estoy viendo toda emocionada en el avión. Y eso que el vuelo era tan corto que para cuando te quitabas el cinturón de seguridad tras el despegue ya te lo tenías que volver a poner para aterrizar. La estancia en la isla también fue muy agradable, y conservo grandes recuerdos de las perlas de Manacor, de la carretera serpenteante de la Calobra, de las Cuevas del Drach, la Catedral de Palma... y del resto de imprescindibles de Mallorca.

Recuerdo ese viaje con especial cariño, por lo bien que lo pasamos, y porque tuvieron que transcurrir unos cuantos años hasta que volviera a subirme a un avión. Fue a Praga y Budapest, como broche de oro a mi paso por la universidad. Yo creo que ahí ya me picó el gusanillo de los viajes, descubrí lo enriquecedor que es conocer otros países, otras ciudades, otras culturas, otras formas de vida. 
Creo que no fui la única. Con el tiempo, dos amigas de clase me plantearon la posibilidad de planear unas vacaciones juntas, y no me lo pensé. Nuestro primer destino, Portugal. Nos movimos por Lisboa y el Algarve como pez en el agua, aun cuando a punto estuvimos de quedarnos en tierra porque, por una confusión de inexpertas, cogimos mal los billetes de tren. Por suerte el revisor se apiadó de nosotras y el resto de la aventura transcurrió sin mayores sobresaltos.

Tan bien lo pasamos que al año siguiente decidimos repetir, y nos decantamos por los países nórdicos. Fue un viaje maravilloso en todos los sentidos y la confirmación de que hacíamos un buen equipo, con nuestras pateadas sin fin, nuestros madrugones para no perder detalle, y nuestros bocadillos de chorizo para saciar el hambre. Desde entonces, el momento de elegir destino y planear las vacaciones se convirtió en uno de los mejores del año. Lo hacíamos siempre con mucha antelación, buscando chollos en los vuelos y reservando camas en albergues cuanto más baratos, mejor. Daba igual que estuviéramos 4 o 14 en la habitación. Eso era lo de menos. 

Por circunstancias de la vida, esos viajes terminaron y dieron paso a otros. Nos quedaron mil y un destinos pendientes, pero también la sensación de que el mundo se había hecho un poco más pequeño. Y de que viajar era tan necesario para nosotras como respirar.



Llegaron los pisos, la hipotecas, los problemas laborales, y hubo que contener el gasto. Y en esas estamos. Conteniendo el gasto. Pero este año tenía muy claro que, aunque me tuviera que quitar de otras cosas, mi cabeza y mi cuerpo me pedían un respiro. Y respirar para mí es salir de aquí y conocer otros sitios, otros rincones. Casi todo improvisado. Carretera y manta, y unas reservas de habitación low cost que veremos qué nos deparan. 

No echo de menos comprar ropa, ni salir a cenar más a menudo, ni hacer más planes, ni grandes lujos. Si tuviera dinero (y ni os cuento si fuera rica), mi mayor lujo sería viajar siempre que pudiera. Ni en primera clase ni a hoteles de cinco estrellas, sólo viajar por el placer de seguir pateando países y ciudades.

Creo de verdad que es una experiencia necesaria, que te abre la mente, te enseña, te desconecta de tu mundo y de tus problemas por unos días o unas horas, te reconcilia con tu entorno, y te permite ir llenando tu mochila de vivencias únicas.

Este año toca llevar el low cost a su máxima expresión. A la vuelta os cuento cómo ha ido la cosa.

martes, 16 de julio de 2013

Cuando el amor (también) entra en crisis

Me vais a permitir que me ponga un poco sentimental. Hace unas semanas vi una película de esas que te remueven algo por dentro. Una historia de amor y desamor, o de enamoramiento y crisis, que te lleva a pensar si realmente algo es para siempre. Si incluso esas historias que parecen perfectas, de dos personas a simple vista nacidas la una para la otra, pueden tener fecha de caducidad.

"Blue Valentine" narra la relación de los personajes que interpretan con acierto y profundidad Michelle Williams y Ryan Gosling (soy fan de este hombre desde su papel en Drive). Partiendo del presente y a través de flashbacks, la película reconstruye su historia: cómo se conocieron, cómo surgió el amor y como éste entró en crisis. Y es una pena, la verdad; es una pena porque eran amigos, amantes, compañeros, padres. Y, de repente, un mal día, sin saber porqué, empezaron a verse y a sentirse como extraños. Como si ese pasado de amor y felicidad no hubiera existido nunca.


"Blue Valentine" es una historia de ficción pero no tanto, porque el amor y el desamor nos acompañan a diario en nuestra vida cotidiana. Quién no conoce a parejas de esas perfectas, maravillosas y estupendas que han roto ante la sorpresa e incredulidad de familiares o amigos. Lo que ocurre en una relación es cosa de dos, y las razones del éxito o del fracaso a menudo se quedan ahí, y son una incógnita para todos los demás.

A Dean y Cindy les iba bien en la película, parecían felices, pero algo cambió. Quizá vivamos demasiado rápido, demasiado deprisa, siempre sin tiempo para nada, agobiados, cabreados. O quizá, como dice mi madre, no aguantamos nada y saltamos a la mínima. O quizá ninguna situación nos parece lo suficientemente perfecta e idílica. O es que esperamos a los príncipes y princesas de los cuentos de Disney con los que hemos crecido. O se acaba, y punto. No lo sé. 

Porque la realidad es que el día a día pesa, y es duro. La vida nos coloca continuamente ante retos y dificultades que ponen a prueba al más sólido de los amores: el trabajo o el no-trabajo, la casa, los hijos, las facturas... la rutina, la costumbre, lo cotidiano. Hay amores que están por encima de todo y de todos, y hay otros que se fracturan sin remedio.

Qué lástima. Aunque a veces duela (y mucho), el amor de verdad te hace fuerte y poderoso, te hace sentir que puedes con todo. Pero, si se rompe, deja de tener sentido.

Hay historias que te hacen creer en el amor y que por eso, precisamente, no deberían terminar nunca.

martes, 9 de julio de 2013

Que son en el mundo entero

Me recuerdo a mí misma paseando por la playa y por las calles de Salou como quien camina por su pueblo de toda la vida. Allí pasé muchos veranos con mi familia, así que, a fuerza de ir un año tras otro, acabé sintiéndolo como mi segundo hogar. Conservo grandes recuerdos de esos días de finales de agosto de sol, arena, piscina y calor, porque en mi casa siempre hemos sido como una piña, y la verdad es que disfrutaba y mucho de las vacaciones familiares. 

Ahora las evoco con cierta nostalgia, porque la vida va cambiando inevitablemente y cada uno planea su propio verano. Así que hace bastante tiempo que no piso Salou, pero os aseguro que no lo reconozco en las imágenes de desfase total que cada año llegan del Saloufest. Se ve que los universitarios ingleses están muy reprimidos en su país, o piensan que en España todo vale. Pero esa imagen de jóvenes borrachos todo el día, saltando de balcón a balcón, tirados en la calle, no hace justicia al turismo que recibe la localidad catalana. Habrá hoteles, bares y discotecas que hagan el agosto, está claro, pero, ¿a costa de qué?, ¿cómo afecta a la imagen de Salou? Si tan abiertos y liberales son esos jóvenes británicos, que lo sean también en sus países, y no sólo cuando vienen de vacaciones a España.


Saco este tema a colación porque el otro día, en una comida familiar, había quien comparaba el Saloufest con lo que ocurre en Pamplona durante los Sanfermines. No lo justifico tampoco. Todos sabemos que llegan a la ciudad hordas y hordas de australianos, americanos, franceses, ingleses... que entienden la fiesta como sinónimo de desfase total y poco más. No sé si el problema es suyo o de quienes, en sus países de origen, les venden una imagen de la fiesta que se limita a beber, tirarse de la fuente de Navarrería, comprarse el souvenir más hortera y correr el encierro en chancletas. Genial. Ésa es la esencia de la fiesta, sí señor.

Entendedme, que no tengo ningún problema con ellos, que sé que dejan dinero en la ciudad, que son embajadores de nuestras fiestas, que las hacen más universales si cabe. Pero coincidiréis conmigo en que los Sanfermines son algo más. Y ahí es donde, por suerte, yo veo que no tienen nada que ver con el dichoso Saloufest.

Porque nuestras fiestas conservan su sentido y su esencia. No hay más que salir a la calle un 7 de julio para ver a la ciudad volcada con su santo. O ir a los toros, o acercarse a las peñas, o cantar con las dianas, o caminar por la Plaza del Castillo, o seguir a la comparsa de gigantes y cabezudos. Esas estampas nos dibujan la postal de una Pamplona festiva y vibrante, pero también abierta y acogedora, deseosa de contagiar a todos de esa pasión por los Sanfermines.


Si algo me gusta de las fiestas es su carácter popular. Se viven en la calle y nos ofrecen un abanico de posibilidades con independencia de la edad, el sexo, el lugar de origen o el poder adquisitivo porque, entre otras cosas, el blanco y el rojo nos igualan. Y eso es precisamente lo bonito de la fiesta.

Pamplona ha buscado durante mucho tiempo algo más allá de los Sanfermines con lo que venderse al mundo. Pero una y otra vez ha visto que son su mejor baza, la más segura, la que nunca falla. Y la ha sabido explotar. Porque quizá no nos termine de gustar el tipo de público al que atraen, pero es innegable que las fiestas son un reclamo turístico para la capital y para Navarra durante todo el año. Porque muchos visitantes llegan hasta Pamplona deseosos de ver el recorrido del encierro, la Plaza del Ayuntamiento, el callejón, la Plaza de Toros. Y, ya de paso, se acercan al Pirineo, a Javier, a Olite, a la Ribera... Y ése es el turismo que mantiene viva a la comunidad durante todo el año, y no sólo en Sanfermines.

Seguro que en Lepe están hartos de ser "los de los chistes". Pero más de uno pensará que lo importante es que hablen de ti, y si no que se lo pregunten al Borja del Ecce Homo. A ver cuánto dinero ha sacado con la tontería de una restauración de dudoso arte.

Aquí en Pamplona podemos presumir de nuestras Fiestas, así, con mayúsculas. Únicas y diferentes a todas las demás. No dejemos que nada las desvirtúe.

martes, 2 de julio de 2013

Apadrina a un universitario

Soy de las que escuchan la radio cada mañana. Me ameniza el desayuno y me la llevo de un lado a otro para que las tertulias políticas, entrevistas, canciones y reflexiones varias me hagan compañía por toda la casa. El otro día, estaban hablando en la Cadena SER varios estudiantes que acababan de hacer la selectividad y esperaban la nota para saber si accederían o no a la carrera universitaria que les interesaba. Todos ellos coincidían en que habían elegido pensando en su vocación y no en la salida profesional. Es lógico. Sobre todo porque vete tú a saber cuáles serán las carreras del futuro. No sé si la mía estará entre ellas (me gustaría pensar que sí), pero la vocación es lo que tiene... que no siempre te da de comer.

Otra cosa que me llamó la atención es que estos jóvenes ilusionados y motivados admitían que podrían tener problemas para pagar sus carreras universitarias. No es éste un tema nuevo. Hay miles de estudiantes en toda España que no pueden continuar con sus estudios porque son demasiado caros, porque la universidad pública ya no cumple el objetivo fundamental de ofrecer la igualdad de oportunidades a todos. Parece que la idea es volver al pasado para que sólo puedan estudiar quienes tengan dinero. Los demás, que se busquen la vida. A mí esto me da auténtico pavor.
Y lo digo porque yo soy una de las afortunadas que pudo completar sus estudios, en parte, gracias a las ayudas públicas. De hecho, si hice una carrera fue porque mis padres se dejaron la piel en el trabajo para dar a sus hijas los estudios que ellos no pudieron tener. Porque yo me dejé la piel estudiando. Y porque recibí becas que hicieron menos empinado el camino hasta la licenciatura. Estudiar una carrera no es sólo pagar una universidad. Son los libros, las comidas fuera de casa, el transporte, el material... y no todo el mundo tiene la suerte ni la posibilidad (y menos en los tiempos que corren) de compaginar los estudios con el trabajo.

Por todo ello, me chirría especialmente ver cómo la educación (otro día hablaremos de la salud o las prestaciones sociales) sufre una y otra vez los efectos de los recortes.

Porque la educación nos iguala, nos da a todos los mismas oportunidades con independencia del dinero que tengamos nosotros o nuestras familias, superando brechas de un pasado no tan lejano. No hay clases, ni diferencias sociales. Hay gente más o menos preparada que puede triunfar en la vida venga de la Moraleja o venga de Carabanchel.

Porque la educación es vital en el camino hacia la plena igualdad entre hombres y mujeres. Aquí, por suerte, nos parece normal. Pero sigue habiendo muchos países en los que la mujer -privada de derechos básicos- continúa siendo ciudadana de segunda, sin independencia, sin autonomía.

Porque la educación nos hace libres, nos otorga la capacidad de pensar, de reflexionar, de decidir.

Porque la educación es vital para el progreso social. Hoy más que nunca necesitamos de gente preparada y formada para repensar el modelo económico y enderezar los pilares de nuestro futuro. Y tenemos que ser capaces, además, de retener todo ese talento.



Es injusto e inmoral que gente sobradamente preparada no pueda acabar sus estudios (o empezarlos) por no poder hacer frente a su coste. Porque resulta que, entre otras cosas, esa gente es el futuro de este país herido.

Me veo poniendo en marcha una campaña del tipo "apadrina a un universitario" para garantizar que ese futuro sea, al menos, un poco mejor que el presente.