Nada más lejos de la realidad. Ni se había suicidado, ni él estaba al tanto de ese éxito sobrevenido a miles y miles de kilómetros de su casa de Detroit. Porque resulta que Rodríguez había fracasado estrepitosamente en su país natal y, repudiado por la industria musical, volvió a su casa, retomó su trabajo en la construcción y relegó su faceta de compositor y cantante al ámbito privado. Pero, mientras, sus discos se vendían como churros en Sudáfrica y era todo un ídolo. Sin saberlo, sin ver un dólar y, para colmo, dado por muerto.
No os voy a contar más. Sólo que, por suerte, él ha tenido la oportunidad de resarcirse. De volver a pisar un escenario, de triunfar en vida. Aunque siga ocupando la misma humilde casa de la misma ciudad que cerró las puertas a su arte.
Y a mí eso me ha fascinado. Nos quejamos tanto de lo injusta que es la vida a veces, que a una la reconcilia con la humanidad el ver que, de vez en cuando, triunfa alguien que realmente se lo merece.
Y, sobre todo, me maravilla ver cómo todo puede cambiar en un instante, por una casualidad, por un golpe de suerte, por una coincidencia. A él ese momento en el que alguien decidió investigar un poco le permitió cumplir el sueño de ver cómo su música había triunfando y lo seguía haciendo entre públicos de diferentes edades. Todo cambió en un giro inesperado. Pero Rodríguez, por suerte, decidió seguir siendo la misma persona humilde, trabajadora e idealista de siempre. Sus hijas le describen a la perfección. Y ese testimonio realmente emociona.
En estos tiempos de pesimismo y desencanto no viene mal un poco de esperanza; de pensar que todo pasa, que todo cambia. Que la vida puede dar un giro inesperado (para bien, por favor) cuando menos te lo esperas. Que el talento y el trabajo tienen premio. Que todo puede mejorar en un instante, en un golpe de suerte.
Es preferible pensar que puede ser así. ¿Qué nos queda si no?

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