martes, 10 de diciembre de 2013

Escribo hoy, por si no hubiera mañana

Supongo que vivir es aprender a alternar con el miedo; que, como dice la canción de Vetusta Morla, "tan sólo seremos libres cuando no haya más que perder"; que, mientras haya personas que nos importen, tendremos razones suficientes para levantarnos cada mañana. Lo contrario, aunque nos exima del miedo a perder, tampoco ofrece una perspectiva demasiado alentadora, ¿no os parece?

En fin, que no pretendo ponerme filosófica. Es sólo que, de vez en cuando, la vida te enfrenta a realidades de las que duelen de verdad, de las que convierten en minucias cualquiera de nuestros problemas y preocupaciones del día a día. 


Hace unos días falleció la madre de una buena amiga y compañera de trabajo durante unos cuantos años (y de risas, y llantos, y confesiones, y confidencias). Estaba enferma, así que supongo que era una noticia esperada, aunque no por ello menos dolorosa. Es, sin duda, uno de esos momentos en la vida en los que faltan las palabras, porque nada que podamos decir puede calmar el dolor de la pérdida más irreparable. A mí se me encoge el alma sólo de pensarlo. No puedo ni imaginar la angustia, el vacío, que tiene que dejar la ausencia de un ser querido, un padre, una madre, una hermana, tu pareja, tu mejor amiga. Son huecos que, por más que nos empeñemos, nunca serán cubiertos. Como mucho, supongo, se aprenderá a sobrellevar la pérdida, a convivir con ella, pero estoy segura de que el vacío seguirá ahí, día tras día.

Sin embargo, son hechos como éste los que, tristemente, a menudo nos dan un bofetón en toda la cara y nos despiertan de golpe y porrazo. Nos recuerdan lo frágiles y vulnerables que somos, lo efímeras que son todas las comodidades que nos rodean. Lo que importa, lo que de verdad importa, es aprender a vivir el hoy como si no hubiera un mañana; es disfrutar de lo que tenemos y, sobre todo, de a quiénes tenemos a nuestro alrededor, antes de que la vida (o la muerte, en este caso) nos separe de ellos irremediablemente.

El otro día me llegaba a través de Twitter un post muy curioso, el de una enfermera que había convivido con enfermos terminales durante mucho tiempo (aquí). Había compartido con ellos sus angustias y, sobre todo, sus anhelos. Qué no hice, a quién dejé por el camino, qué sueños no cumplí. Y hay patrones que se repiten una y otra vez: ojalá hubiera sido realmente fiel a mí mismo, ojalá hubiera expresado mis sentimientos, ojalá me hubiera permitido ser más feliz.
No esperemos a que llegue ese momento para echar la vista atrás y lamentarnos por lo que no hicimos, no dijimos o no sentimos. A menudo estamos tan pendientes de agradar, de ser correctos y educados, de no lastimar a nadie, de no salirnos del camino trazado, que nos olvidamos de ser nosotros mismos. Y, por desgracia, a veces, cuando nos damos cuenta, ya es demasiado tarde.

Una dosis de miedo es buena y necesaria para la vida. Pero que no nos paralice. Al contrario. Que nos recuerde cada día que nos sobran los motivos para seguir hacia delante aun cuando vienen mal dadas. Y que merece la pena ser uno mismo y luchar por nuestros sueños. Para que un día no miremos atrás y nos demos cuenta de lo que quisimos ser y nunca fuimos. 

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